Antonio Rivera

D. Juan Díaz López, nos ha enviado parte de la documentación que a continuación presentamos.

Desde estas líneas, le agradecemos a D. Juan Díaz la atención de hacernos llegar esta documentación.

Antonio nació en Riaguas de San Bartolomé en Segovia el 27 de febrero de 1916.
Hijo del doctor Rivera Lema, la familia Rivera se traslada a la ciudad de Toledo cuando Antonio no tenía un año de edad, junto con sus padres y su hermana mayor Carmen.


Inicia Antonio el bachillerato en el Instituto General y Técnico de Toledo. en una época marcada por la dictadura de Primero de Rivera y la caída de la monarquía. Antonio se afilia a la Federación de Estudiantes Católicos (FEC) de la que llegaría a ser presidente con 16 años, mientras que su padre está afiliado a Acción Nacional.
Ante la presión revolucionaria Antonio hace la presentación oficial de la Juventud de Acción Católica en la sede de la Federación de Estudiantes Católicos.


Su consiliario le invita a ingresar en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y es admitido a pesar de su edad.
Con la llegada a Toledo, en julio de 1933, del nuevo arzobispo primado, doctor Gomá, Antonio y su padre colaboran activamente con arzobispo.
Así, el doctor Gomá le nombra en agosto de 1933 presidente de la Comisión organizadora de la IV Asamblea de la Juventud Católica, y asiste a la peregrinación a Roma con la juventud de Acción Católica de marzo de 1934.
En enero de 1936 finaliza sus estudios de la carrera de derecho.
El 21 de julio, Antonio se une voluntariamente a los defensores del Alcázar.

Comenta D. Luis Moreno Nieto :


Frente a la sucesión de todos estos hechos, la conducta de Rivera fue clara y rectilínea: siguió como siempre: apóstol, joven de Acción Católica, pero además soldado. Un buen soldado. Pasaba horas y horas frente a lo mirilla de su puesto de centinela, el mosquetón cargado, las bombas a la mano, el oído y la vista fijos en el enemigo.

En los primeros días fue herido en el pecho de un rebote de bala. Fue evacuado, pero no quiso estarlo más que media hora y regresó inmediatamente a su puesto para seguir cumpliendo con su deber. Tenía temple de héroe. D. Luis Alamán, Comandante en la defensa del Alcázar, escribe así de él en una carta dirigida a sus padres:
«Impresionó notablemente- a cuantos le vieron su actuación guerrera, su valor sereno y consciente.>>


Recuerdo que persona tan poco dudosa por impresionable en este aspecto, como el Teniente Gómez Oliveros, me contaba que,» estando Antonio a sus órdenes durante la defensa del local de la Compañía de Tropa y al ser bombardeada ésta intensamente con cañones del 15,5, no tuvieron otro remedio que descender al piso inferior para defenderse de tan mortífero fuego, y que al hacer el recuento de los individuos a sus órdenes, notó la falta de Antonio Rivera; yendo inmediatamente en su busca al piso superior en la creencia de que algo grave le había ocurrido, encontrándosele tranquilamente en medio del bombardeo alternando la vigilancia de su puesto con la lectura de un libro de meditación, y cuando fue requerido por dicho teniente para que se uniera a sus compañeros, le rogó que le dejara en aquel puesto que tan tranquilamente ocupaba, pues estaba dispuesto a sucumbir en aquel sitio si así era la voluntad de Dios».

Recordemos como nos relataba D. Luis Moreno Nieto el momento en que Antonio fue herido :


Aquellos días Antonio era sirviente de una ametralladora. Hacía poco tiempo que había recibido la orden de dejar su puesto de fusilero; sus antiguos camaradas le insistían para que no les abandonase, pero él se apresuró a obedecer, y apenas dejó su compañía, un cañonazo mató a uno de los muchachos y se llevó la pierna del otro.


Arreciaba el fuego por el sector de la izquierda, el más levemente protegido, porque la mina había deshecho toda las fortificaciones.
El oficial dio orden de cambiar el emplazamiento de la máquina de Rivera a esta parte, de la que los milicianos estaban ya a tiro de bomba de mano. Hubo que atravesar el patio sobre el que llovían proyectiles. Consiguió Antonio ,llegar con los otros sirvientes al Museo Romero Ortiz donde entraron en posición y dispararon algunos peines.


Pronto cayeron heridos dos de los sirvientes. Los fusileros también eran evacuados con frecuencia. Aumentaban las bajas. Muchas bombas de mano que lanzaban los rojos pasaban ya por encima de sus cabezas y explotaban dentro del patio. Se ordenó el repliegue.
Rivera obedeció.


Pero la máquina quedaba allí. Midió serenamente la situación: Si se conseguía recogerla aún podría servir eficazmente en otro sitio. Además su deber era retirarla, evitar que quedara en manos del enemigo. Peligro existía y grande, pero «había que ir.» y no pensó más. En compañía de un cadete avanzó a rescatarla. Sin arrebato, con naturalidad, con la misma sencillez con que cumplía siempre su deber, como si no tuviera conciencia de lo que pasaba a su alrededor, llegó hasta el lugar donde estaba la ametralladora. Iba ya a desenlazarla del trípode, cuando una granada, arrojada a pocos pasos de distancia, le voló el brazo izquierdo Y le destrozó un pie a su compañero.


No se desvaneció. Conservando su admirable entereza, permaneció en pie y gritó:
-¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!


Apoyado en el hombro del primero de sus amigos que acudió a socorrerle, llegó andando hasta la enfermería. Mientras bajaba las escaleras esforzábase en no quejarse. Sus labios murmuraban palabras de perdón.


La enfermería estaba instalada en un almacén. En el suelo se habían instalado tres hileras de colchones en donde yacían los defensores que habían sido heridos.


Entre tanto dolor se destacaban las blancas tocas de las Hermanas de la Caridad. Un Crucifijo de Velázquez presidía la estancia.
Le practicaron la cura de urgencia y le dejaron solo varias horas. Pasados los primeros momentos, las heridas, aún sangrantes, comenzaron a causarle vivo dolor; se consolaba contemplando aquella imagen del Crucificado, lo que según él mismo confesaba: después, le hizo ,«mucho bien. » Después de algún tiempo bajaron a verle sus compañeros Le dieron la noticia de que el intento de los rojos había sido completamente rechazado. Vertió lágrimas de regocijo.
-No lloro por mi brazo -les dijo-sino de alegría porque habéis sabido derrotarlos.


Trataron de consolarle. Le insinuaron que quizá tendrían que amputarle a raíz del hombro Y que no había cloroformo para anestesiarle.
Antonio, no sólo no perdió el ánimo, sino que le tuvo para elevar el de los muchachos Y consolarles:
-No os preocupéis por esto. Se lo ofrezco a Dios por vosotros y por todos los soldados de España, Y si me operan sin cloroformo, estaré, mientras tanto, pidiendo a Dios por vosotros y por España.


Don Andrés Marín, buen amigo suyo, narra así la escena:
«Le vi sonriente y animoso. Me dijo al ver mi dolorosa sorpresa cuando trataba de tranquilizarle:
-Esto no es nada. ¿Tendrán que amputarme lo qué queda, verdad?
Al contestarle yo afirmativamente, pues el aspecto de las heridas no dejaba lugar a dudas, se limitó a pedirme tranquilamente que le avisara antes para prepararse debidamente.


Poco después, el médico Don Pelayo Lozano, se lo volvió a decir, con pesar y como con rodeos:
— No se preocupe usted, dijo; corte tranquilo, ¡si hasta es el izquierdo! ¡Yo no quiero nada con las izquierdas!


Cuando le subimos a la cama de operaciones, sonreía plácidamente Y sólo me pidió que le pusiera en su mano derecha el rosario.
Con él fuertemente agarrado, permaneció durante toda la operación, y esto mismo repetía durante la cura que a diario se le hacía.
Nunca se quejó, ni durante las curas ni durante la intervención, a pesar de que le faltaba anestesia. Salió de la operación con una naturalidad admirable, afirmando que había pasado un rato magnífico, tranquilo y agradable.


La falta de defensas de su organismo le colocó en seguida en trance de muerte. El doctor Lozano, que sabía lo que para mí era Antonio, me comunicó en seguida sus temores, y yo, por la promesa que a Antonio había hecho, y seguro de su magnífico temple, no dudé en indicarle, discreta y prudentemente, el peligro que corría. ¡Con qué tranquilidad se enfrentó con la muerte que le estaba rondando! ¡Con qué naturalidad sufría las molestias de su herida y los inconvenientes de algunos trastornos que se le presentaron!


Ni una sola queja, ni una sola reclamación Pronto era conocido por todos como «un ángel» de veinte años, postrado sobre la mísera colchoneta. de aquella mazmorra que nos servía de enfermería..,. .»
En la orden del día apareció mencionado como «muy distinguido» Antonio Rivera; era ya «El Ángel del Alcázar». Todos los habitantes del Alcázar empezaron a admirarle.
El propio Moscardó le visitó enseguida: » :
-Riverita-le dijo-: Te voy a dar un beso en nombre de tu padre.


El general conversó con él brevemente, pero bastó para que se diera cuenta del temple de aquella alma.
Al salir de la enfermería, repetía emocionado:
-¡Valiente ese muchacho!

Pero él no se envanecía, ni siquiera albergaba ese orgullo natural del héroe que se sabe admirado y querido. Gozaba sólo la tranquilidad de conciencia por el deber cumplido. Recordando la ocasión en que providencialmente se había librado entre sus primeros Compañeros de armas, decía sencillamente:
– Por obedecer me libré entonces y por obedecer he perdido el brazo, y así como estoy muy contento , ahora de haberle ofrecido a Dios, si me hubiese sucedido por ceder al capricho de aquella vez, no me hubiese consolado nunca.

Llegó el día 20 de noviembre. En contra de las esperanzas que la mejoría iniciada en días anteriores hicieron concebir, amaneció con fiebre altísima y con una gran fatiga. Entró su hermana Carmen, le lavó la mano y entonces oyó la indicación serena de Antonio:
-Tengo la mano más fría; estoy peor…


Comulgó como tenía por costumbre. Después entró a verle don Francisco Vidal. Este, por su condición de sacerdote, era la obsesión de Antonio. Había conseguido aceptase un, lugar en su propia casa para disfrutar plenamente de sus exhortaciones.
Le recibió con anhelo y quedó solo con él. Don Francisco salió poco después llorando como un niño. Había recibido confidencias que enternecieron su alma de ministro del Señor, acostumbrada a emociones santas.
Había recibido confidencias del Ángel del Alcázar…
Dijo a sus padres:
-¡Qué hijo tienen ustedes!

Entró su madre. Dijo Antonio que se sentía peor. Confesó le su madre que en efecto se había agravado algo, que su corazón estaba agotado, cansado de de sufrir
– Pero mamá, si esto del corazón es gravísimo!
dijo él. Mandó llamar a su padre.
-No llamo al padre -dijo- llamo al médico.
– Dime si me voy a morir.
-Si, si no reacciona el corazón, sí.
La contestación no consiguió alterar el semblante de Antonio. Apretando la mano de su padre que se la tenía cogida, exclamó:
-¡Cuánto te quiero!
y volviéndose a su madre la acarició y volvió a repetir:
-¡Cuánto os quiero!
Una inyección, el último recurso de la ciencia, era lo único que podía salvarle.


Pasó el tiempo y Antonio dijo por fin a su padre:
-No reacciono; es inútil; llamad otra vez a don Francisco.
Le administró la Santa Unción. Cuando le fueron a leer la recomendación del alma, advirtió:
-No llaméis a las chicas, que se van a impresionar.
No obstante, estaba presente toda la familia y algunos compañeros suyos de la Juventud. Se leyeron las oraciones hacia las dos de la tarde. En medio de la lectura, interrumpió a don Francisco:
-Si no tiene usted prisa, espere un poco, porque me estoy mareando.
Le dieron un rato de descanso, hasta que la quiso reanudar, y después don Francisco le dijo:
-Has de tener mucha. serenidad, Antonio.
-¡Si estoy muy sereno! Además, como mi familia es así, lo puedo decir: ¡Estoy muy, contento porque me voy al cielo!


Expresó palabras de cariño para todos y mostró su sentimiento por no poder decir algo a cada uno de los que estábamos presentes. A las cinco y media de la tarde, entró en agonía. Su padre se echó a llorar.

Al sentir Antonio que la muerte venía, que un temblor y un sudor frío le llenaba, mirando a su padre que seguía a su lado, le dijo:
-¿Qué me pasa?
-Hijo mío, que te vas al cielo – contestó su padre.
Su madre, que había conservado la serenidad, contestó:
-¡Pero hombre, qué consuelo le das!
Se iluminó la cara de Antonio, y levantando su único brazo con el Crucifijo fuertemente cogido, dijo con voz enérgica:
–,Me da mucho consuelo; ¡que me voy al cielo…!, ¡al cielo..,.!
Mandó encender todas las luces. Pasó una mirada por toda su familia y los directivos de la Juventud de Acción Católica, que arrodillados rodeábamos su lecho. Viendo a su hermana con ojos enrojecidos por el llanto, la consoló: .
-¡Pero vosotras estad tranquilas!
-No te preocupes Antonio, que lo estaremos aunque te mueras, contestó ella, comenzando en seguida a decirle jaculatorias.
La interrumpió Antonio con el deseo de apagar un poco la sed que le llevaba atormentando cuatro meses. Dijo a su madre:
-El último consuelo humano: un vaso de agua.
y después:
-Ahora, a lo divino.


Reanudaron las jaculatorias. Quiso que las rezasen con voz más fuerte. Se le hacía más fatigosa la respiración.
-¿Cómo vas? -le preguntó Don Francisco que volvía de nuevo.
-Ya lo ve usted, muriéndome. Estoy muy agradecido a Dios.
Dio un viva a Cristo Rey y’ con voz apagada preguntó:
-¿Qué queréis para el cielo?
Le contestamos que pidiese por España, por la familia, por la conversión de los pecadores.
El asintió con Id cabeza y volvió a preguntar:
-¿Queréis algo para Mauro?
Mauro era otro mártir de.!a Fe, antiguo amigo suyo, que había sido asesinado por los rojos dos meses antes.

Don Francisco le acercó el Crucifijo:
-Bésale por última vez en la tierra para besarle en seguida por toda la eternidad. ‘


Lo hizo Antonio con todo su amor. Besó también la estampa de la Virgen Milagrosa ante la que rezaba su Oficio diariamente.
Faltaban sólo unos instantes para que su alma rompiera las ataduras del cuerpo. Don Andrés Marín, su hermano del Alcázar, repetía obsesionado:
-Dios quiere un mártir más.


El Ángel del Alcázar todavía encontró alientos en su pecho para exclamar:
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!


Después de un cuarto de hora de agonía, entregó su alma a Dios a las siete menos veinte de la tarde.
Tenía al morir veinte años.
Aún tengo grabado en mi imaginación su semblante sereno, de Ángel, en el que se dibujaba una ligera sonrisa apenas perceptible.
y bien sabíamos todos, que no le faltaban motivos para morir contento.

Durante aquella noche y el día siguiente, unos cuantos amigos hicimos guardia de oración al que era ya verdaderamente «Ángel» del Alcázar. Su cuerpo mutilado yacía cubierto con un hábito de cofrade del Cristo de la Expiación, en una de las habitaciones del piso bajo de su casa, porque la guerra aún cercaba a Toledo y hasta las balas de fusil multiplicaban de impactos la fachada posterior. Fueron momentos inolvidables para nosotros.


Yo no sé, lector, si tú habrás contemplado alguna vez el cadáver de un mártir. En aquellas horas mañaneras del día 21 de noviembre de 1936, teníamos ante nuestra vista el cuerpo martirizado de Antonio Rivera y la emoción honda que nos invadía, iba prendida de dos sentimientos contrarios.


Sentíamos un dolor reconcentrado, una pena silenciosa que ni siquiera buscaba desahogo en el llanto, porque teníamos como único consuelo de su ausencia el cuerpo sin vida del amigo íntimo, del Presidente modelo, del hermano mayor a que debíamos tanto. Teníamos allí sus ojos yertos, vacíos, que antes habían reflejado toda la bondad inmensa de su alma de apóstol. Y su corazón quieto y su sangre fría que había latido al acorde de su mente inquieta y emprendedora. Y la palidez cérea de su semblante risueño, hasta el fin. Y la quietud impar de su mano derecha apretada con fuerza de agonía a un Crucifijo. Teníamos su despojo inmóvil y maltratado por el sufrimiento. Teníamos su cuerpo sin su espíritu.


Estábamos junto a él por última vez, pero ya separados por bien suyo, y por desgracia nuestra.


Por esto el dolor y la pena Junto a este sentimiento, otro menos triste nos dominaba.


Invisible, pero cierta, como están los Arcángeles sobre las tumbas, flotaba allí la estela luminosa de su alma llena de gloria del Señor. No era alegría, pero sí serena complacencia lo que nos producía esta seguridad de que él gozaba ya junto a Dios. Y la nostalgia de su palabra y de sus actos habíase trocado en la esperanza de su intercesión. Con un ángel más en el cielo y un compañero menos en la tierra, nos sentíamos más protegidos aunque menos consolados. Y cuando surgió la interrogante sobre el futuro de la Juventud de Acción Católica en la Diócesis de Toledo, cuyo Presidente acababa de morir, no apareció, ni siquiera fugazmente, la duda. Pues que aquella era empresa sobrenatural, nada . mejor que lanzar buenas amarras al azul infinito del cielo. La barca frágil que un día fuera la Juventud de Acción Católica de Toledo, con la carga de nuestras pobres actividades, caminaría en lo sucesivo más segura que nunca.


El que había sido su mejor piloto en la tierra, era ahora su mejor valedor ante Dios en la Gloria.


Por eso nuestra complacencia serena, sin angustias, ni sollozos, ni lágrimas…


Llegaron unas muchachas de la Sección Femenina de la Falange, rezaron un Padrenuestro y arrojaron flores sobre el lecho. Se rezó el rosario. Después se dispuso el entierro. Ayudamos a su padre a trasladar el cadáver al ataúd. No vi yo nunca unos padres con su hijo muerto al lado, tan serenos y tan afligidos. No exclamaban plañideros y a gritos su dolor. Se dijera que aún no se daban cuenta del hijo que perdían. A mí me pareció que, a pesar de su tremenda desgracia, una paz muy honda le serenaba el alma. Y no era nada extraño que así fuese, porque aquella misma mañana habían oído Misa y habían recibido la Sagrada Comunión. La Paz de Cristo atenuaba su dolor. En la doble envoltura de la Bandera Nacional y de la juventud de Acción Católica, fue llevado a hombros camino del cementerio.


Le dejamos allí en la sepultura familiar, rodeado de cipreses altos.


Una lápida corriente de mármol blanco le cubre hoy. En su lisa superficie, los relieves ordinarios de su nombre y de una fecha. Lo que no dice el mármol, es que aquel que yace bajo su fría protección de piedra, es el cuerpo roto y desvinculado de un joven apóstol de Cristo que duerme el sueño de la paz, como reza la oración litúrgica: verdaderamente <,cobijado por las alas de la Fe».

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Bibliografía en Wilkipedia de Antonio Rivera

Don Manuel Aparici y Don José y Don Antonio Rivera

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Alfa y Omega, Semanario Católico de Información

Homenaje a los mártires de la Juventud de Acción Católica

Secretariado Nacional de Causas de Canonización

Rivera y Aparici . Historia de los orígenes de los cursillos

Paw Prints Anecdotes

Bibliografía de Antonio Rivera, según José Vernet Mateu

José Rivera. Sacerdote, testigo, profeta.